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Esta semana presencié la modernización y, peor aún, digitalización, de ese cuento: después de una prolongada huelga de hambre falleció el Sr. Franklin Brito. Si tenía o no razones para hacerla no viene el caso. Estar o no de acuerdo con él, tampoco. Respeto la vida, pero respeto sus razones también, y, al fin y al cabo, era su vida.
Hubo personas que, por cariño y solidaridad con él, se convirtieron en (por lo menos ante mis ojos) su “familia extendida”. Vivieron y compartieron con nosotros su historia y agonías. Nunca dejaron, aunque “pasara de moda” de estar pendientes de él y hasta de tratar de atraer nuestra atención. Pero fueron bien pocas. Ustedes sabes quiénes son.
Aunque quise dejar a un lado el fondo político, reconozco que considero mi aliado a todo el que esté contra el chavismo y no politizar algo donde la exigencia era “sólo Chávez puede resolver mi problema” es imposible.
Pero, de politizar la muerte de un huelguista de hambre a insultar a los que decidieron no rasgarse las vestiduras por ello hay un gran trecho. De repente, todos se erigieron en jueces de un luto donde sólo el negro cerrado estaba permitido. Especie de viudas de un marido al que en vida nunca le prestaron demasiada atención.
¿Quién carrizo me creo yo para venir a decretar duelo nacional (con música clásica en la radio incluida)? ¿Critico anónimamente los que, usando sus nombres, apellidos y fotografías, asumen que asistirán a un evento social. Los insulto, minimizando cualquier esfuerzo anterior a favor de la causa del Sr. Brito, mientras yo anuncio que… no sé, voy al gimnasio, al cine o a ver televisión?
Claro, una oposición bien organizada hubiera utilizado la causa (y la muerte) del Sr. Brito como bandera. Y no me refiero a los “politiqueros de oficio”, como dice Magdita ¿O es que no se han dado cuenta de que todos los que no estamos con Chávez estamos contra él? ergo, somos oposición.
Qué fuerte hubiera sido ver la rabia e impotencia producida por otra injusticia más transformada en algo más efectivo que insulticos de internet. Y, ¿saben qué? Todavía creo que eso puede pasar.
Me fastidié de los que, desde el teclado, critican a los “guerreros de teclado”. De los que usan el “social media” para dárselas de antisociales.
Mi admiración al valiente Sr. Brito, que luchó hasta las últimas cosecuencias por lo que él creía correcto. A ver cuántos podemos presumir de haber hecho lo mismo.
Mis respetos a los que apoyaron las causas del Sr. Franklin (no sólo la de sus tierras, sino la de su Derecho a Huelga), a los que trataron de disuadirlo por el bien de su familia y a los que se dedicaron a que la prensa internacional conociera su historia.
El resto, para mí, son las plañideras 2.0.
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-Los rts de los halagos, piropos y afines. ¿No se lee como si gritaras “oigan todos: @zutanito me dijo que yo soy muy linda y muy inteligente, ¿oyeron?”.
-Los follows caza followers: te siguen, cuando no les devuelves el follow, te lo quitan y en dos semanas te vuelven a seguir a ver qué haces. ¿Cómo para qué?
-Los randomrtadores: personas que evidentemente no hablan español que rtan cosas que obviamente no entendieron, como una felicitación (generalmente muy personal) de cumpleaños.
-Los tuits espejo: la misma noticia, desde el mismo site, tuiteada por casi todas las personas a las que sigo. ¿Será que yo soy la única que leo a los demás?
-Los FollowFriday de buena voluntad: hechos por personas que no siguen a quienes recomiendan.
Hasta ahora, puedo explicarles “Lost” más fácilmente que esto. Quizás por eso es que sigo siendo una pobre social media inexpert.
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“En Venezuela donde hay tantas cosas para sentirse mal no tiene sentido destruir una historia que nos hace sentir bien”. Esa frase, del escritor Francisco Suniaga en “Popule Meus”me hizo pensar en la relación que tenemos los venezolanos con la verdad. Autodefinirnos como “demasiado sinceros” es una de nuestras maneras de disfrazar la realidad: decimos cualquier barbaridad, cierta, para amortiguar nuestras verdades a medias.
No es que creamos mentiras, es que las convertimos en nuestras verdades. Con ellas nos defendemos de las acusaciones y miedos con las que el país nos amenaza a diario. Son nuestro “lado bueno”, que usamos como escudo ante el rostro malvado de la delincuencia y corrupción que pelea por el protagonismo.
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Leía en un foro, donde discutíamos la situación de Venezuela, que había llegado el momento en el que hablar de fiestas, playa o whisky resultaba inmoral. Pensaba, ¿qué puede tener de inmoral que la gente quiera disfrutar un poco con el dinero que duramente se ha ganado, o que piense en ahogar sus pesares (que ahora son más) en alcohol mayor de edad?
Llegué a la conclusión de que hacer eso, cuando queremos hacer creer al mundo que lo que se vive en Venezuela es una dictadura no es inmoral. Es simplemente estúpido: Me imagino la cara de los críticos a nivel internacional, señores serios a los que puede llegarles el informe de HRW y capaces de darle hasta algo de credibilidad, diciendo “¿Cómo esa chica, que se queja de la férrea garra opresora del chavismo, utiliza ese mismo medio para hacer cuenta regresiva de las horas que faltan para Carnavales?”.
¿Será que somos tontos, frívolos o incoherentes?
Por supuesto que, antes de opinar, me preparé para las respuestas -ataques- de los residentes en Venezuela: “Vente para acá a ver si dices lo mismo” “muy bueno ser mánager de tribuna”. Sí, como si los que están allá hicieran alguna diferencia en cuanto a su dureza en el teclado
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Hace unas semanas, en la red social Twitter, el conocidísimo músico Willie Colón decidió emitir una opinión no muy favorable al presidente venezolano, Hugo Chávez, en apoyo a los que condenaban el nuevo cierre de otro canal de televisión opuesto a las “verdades” gubernamentales.
Nadie refutó lo que dijo Willie Colón con datos que dijeran lo contrario a lo que él afirmaba de Chávez. Cuando criticó el cierre de medios de comunicación, o lo que hacía a los venezolanos, en lugar de defenderlo con cifras que dijeran que los medios eran libres, que no existía delincuencia o que todos eran más prósperos desde que él está en el poder, los defensores de Chávez se dedicaron a “googlear” cuando cuento oscuro existía del maestro, como si nombrar una noche de parranda de Willie Colón tuviera la capacidad de reducir la cifra semanal de muertos en Caracas; o un desacuerdo con “La Voz” fuera capaz de hacerlos olvidar, por lo menos en Twitter que se nos acaban los espacios de discusión, porque somos incapaces de ir más allá de los insultos. No sabemos debatir.
Ante una posición con la que no estamos de acuerdo, insultamos al que la expresa. No intentamos, ni siquiera, argumentar nuestro desacuerdo: el que no sea “de los nuestros” lo convierte en un enemigo al que ni siquiera creemos capaz de entender nuestro idioma. Por eso procedemos a emplear con ellos nuestro vocabulario más básico, acompañado, por supuesto, de menciones a su genealogía que lo hacen, en nuestra opinión, habitantes de otra dimensión (desconocidísima para nosotros, por supuesto).
Un debate no debería ser un concurso de insultos. Debería dar la oportunidad a los que lo presenciamos de conocer diferentes puntos de vista y, hasta, quién sabe, ser capaz de hacernos cambiar de opinión.
Eso es lo que pienso. ¿Alguien quiere debatir mi punto de vista?
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