“No hay enemigo pequeño” no debería ser una de mis frases favoritas, ya que siempre fui de las más bajitas de mi clase. Sin embargo, fue lo primero que vino a mi mente cuando comencé a darme cuenta de a qué edad pierden los niños la tan cacareada “inocencia” infantil. En mi (seguramente errada) opinión, esa inocencia infantil no consiste sólo en no saber la verdad sobre el 24 en la noche o en usar la palabra “sexo” como el gatico que quería fornicar dos vueltas más antes de irse a su casa. Es una inocencia que implica una sinceridad brutal, producto de la observación y no de la necesidad de hacer daño. Con palabras que salen directamente de su corazón. Sin que el filtro del sarcasmo o la crueldad haya comenzado a desarrollarse.
Me pregunto ¿en qué momento un niño descubre que es divertido hacer sentir mal a otros niños? ¿Qué, no sé, sexto sentido se les atrofia para impedirles reconocer que la crueldad es atroz y que pueden ser más poderosos maltratando a los demás que ayudándolos a ser mejores personas? Y, aún más importante: ¿dónde carajo estamos los padres cuando nuestros niños se convierten en eso?
Cuando vemos a un niño pinchando un un palito a un cachorro o volviéndolo loco con una linterna, inmediatamente pensamos, niños y adultos, que el fulanito tiene problemas (en mi caso, yo lo veo como futuro protagonista de “Criminal Minds”). No es extraño, entonces, cuando los demás niños celebran e imitan ese mismo comportamiento cuando el agredido no es un perrito sino un niñito, o sea, “uno de su propia raza”?
“Ese perrito es muy fastidioso”, “ladra mucho”, o “no me cae muy bien” no justifican el maltrato de un niño hacia un animal, ¿no? Sin embargo, esos argumentos se convierten en excusas perfectas cuando sustituyes “perrito” por “niño”.
Cuando un niño descubre que tiene el “poder” de atraer a otros al demostrar que su crueldad hiere a los más débiles, convierte su entorno en una arena donde se cree el Rey Joffrey. No sé si por miedo, comodidad o simple maldad, los subordinados del reyecito aplauden su conducta y, a su alrededor, hasta la imitan. Debe ser que es bastante más fácil ponerse del lado del que cree que manda.
Vemos como se erige un mini imperio donde reina el miedo. Se crean castas basadas en el terror: la de “los poderosos”, la de los “débiles y/o explotados”, la de los “cómodos”, y, como no, la de los “defensores” (que siempre son menos y son acallados con amenazas de impopularidad eterna). ¿Qué tiene que pasar para que llegue un Espartaco y acabe con esa especie de esclavitud?
Entonces, ¿cómo hacemos los padres para que nuestros niños se den cuenta de que la crueldad no es una virtud? ¿para que sepan que el 100% de los niños y adultos que necesitan hacer sentir mal a otros para estar contentos están condenados a la eterna infelicidad? ¿Cómo hacemos para no creer que esas conductas no pueden ser controladas con valores y educación impartidos en los hogares?
Me causa mucha curiosidad cómo hacen algunos padres para enseñar que el racismo está mal, mientras obvian que humillar a otros niños, mientras sean de tu misma raza, no tiene importancia. Que creen que controlan la violencia de sus hijos al prohibirles jugar con pistolas de plástico, pero no les parece relevante contarles que sus palabras causan heridas bastante más profundas que un dedito y un “piu piu”.
A veces pienso que en las casas donde viven esos tiranitos se lleva a cabo una especie de ensayo general de “El Señor de Las Moscas”, donde los niños no pueden ser niños porque los adultos están “ausentes”: no hay quién los guíe sobre lo bueno y lo malo.
Entonces me pregunto ¿Cuál será el barco que los rescate antes de que sea demasiado tarde? ¿Llegará antes de que esas moscas se conviertan en monstruos?