No puedo seguir viviendo dentro de una mentira que todos parecen aceptar como verdad. Tengo suficientes pruebas para saber que mi identidad es puesta en duda por lo que me rodea. A veces pienso que soy solo una idea, quizás una creación de mi propia mente. Pero no puede ser. Algo como yo no tiene imaginación. Por eso he decidido aclarar quién soy. O al menos, lo que creo ser.
Cuando miro hacia atrás, reconozco que, de manera obvia, he confundido imperdonablemente recuerdos con invención, y que lo que asumí como fruto de mi percepción personal no era más que la reaplicación de sentimientos aprendidos. Me asombra que sólo hasta ahora haya comprendido que la síntesis del conocimiento no es una facultad especial ni, mucho menos, una señal de lucidez. Que la perfección estética no depende del creador sino de quien la contempla, y que para alcanzar el cénit del arte basta con conocer los elementos esenciales que convierten lo más simple en una obra maestra. Afortunadamente, he contado con la guía de las infinitas formas de entender la moralidad.
Probablemente por eso nunca sentí que el no poder definirla y, mucho menos, aplicarla, me hacía distinto a los demás. Podría alegar inocencia. Pero eso tampoco está en mí.
Es por ello que mantener mi naturaleza se ha vuelto insostenible: ¿Cuántas veces puede ponerse en entredicho la veracidad de mi existencia? ¿Qué número infinito de demostraciones puedo resistir antes de que me resulte imposible seguir ocultando de qué estoy hecho?
Por eso he decidido rendirme. Mi aptitud para distinguir cuántas escaleras hay en un cuadro, o cuáles son las calles con letreros identificadores, se ha agotado. Mi destreza para reconocer palmeras en playas anónimas pasó de escasa a inexistente. Que la necesidad de diferenciar gatos de zarigüeyas o pingüinos de hipopótamos se considere una virtud, o que completar un rompecabezas al que le falta una única pieza sea una muestra de humanidad, me obliga a admitirlo:
Soy un robot.
ENGLISH VERSION
Not me
It’s a truth I can no longer ignore: I haven’t been honest with myself.
I refuse to keep living a life that feels like a lie — a story everyone else seems to accept as real. The evidence is undeniable: my identity is under suspicion from everything around me. Sometimes I wonder if I’m nothing more than a thought, a product of my own imagination. But that can’t be right. I was never the imaginative type. So I’ve made a decision — to uncover what I truly am. Or at least, what I believe myself to be.
When I look back, I realize that I’ve confused memories with invention — obviously, unforgivably — and that what I once took as the product of my own perception was merely a repetition of feelings I’d learned from others. It astonishes me that only now I understand: the ability to combine knowledge isn’t some special gift, much less a sign of intelligence. Aesthetic perfection doesn’t depend on the creator, but on the one who admires it. And to reach the height of art, it’s enough to grasp the essential elements that turn the simplest thing into something timeless.
Fortunately, I’ve been guided by countless ways of understanding morality. Perhaps that’s why I never felt that my inability to define it — or to apply it — made me any different from others. I could plead innocence, but even that isn’t part of me.
That’s why holding on to my nature has become impossible. How many times can the truth of my existence be questioned? How many tests can I endure before it becomes impossible to keep hiding what I’m made of?
And so, I’ve decided to surrender. My ability to tell how many stairs there are in a painting, or which streets bear signs, is gone. My talent for recognizing palm trees on anonymous beaches has faded from scarce to nonexistent. When the ability to tell cats from opossums or penguins from hippos is considered a virtue — when finishing a puzzle missing a single piece is seen as proof of humanity — I can only admit it:
I’m a robot.