“Volcán en plena erupción expulsando columnas de fuego y lava incandescente que desciende por la ladera, iluminando el cielo oscuro con un resplandor rojizo.”
| |

Erupción.

“Ground she’s movin’ under me
Tidal waves out on the sea
Sulfur smoke up in the sky
Pretty soon we learn to fly.”
Jimmy Buffett

Cuando me detuve a comprar agua en un kiosco de Madrid, me llamó la atención la portada de una revista especializada en vigilar a los millonarios. Anunciaba: “Exclusiva: revelamos el secreto más blindado del jet-set”. El artículo describía un destino enigmático con frases ampulosas como “solo para los que pueden comprar lo que el dinero no puede pagar” y lo llamaba “el paraíso donde hasta los más pecadores pueden entrar si utilizan la llave adecuada”, intentando disimular que todo provenía de relatos imposibles de verificar. Sin embargo, había un detalle en el que coincidían todas las fuentes anónimas: en ese lugar había un volcán extinto.

Entonces regresó a mi memoria una noche excepcional en Indonesia, al menos veinticinco años atrás, y entendí que el enigma de la ubicación era menor que la historia que lo convirtió en lo que es hoy.

Ese día, tuve la inesperada fortuna de que cancelaran mi vuelo de Yakarta a San Francisco. Reinaba una incertidumbre total respecto a los controles aeroportuarios y nadie sabía muy bien qué podía considerarse normal. La aerolínea nos dividió en grupos para las comidas y los alojamientos improvisados. En el mío, compuesto por cinco desconocidos de procedencias dispares, destacaba un hombre de edad indescifrable. Parecía un aristócrata explorador: traje a la medida con el desgaste exacto de quien solo invierte en piezas hechas para durar; botas de lujo con el cuero oscurecido por el recorrido; y una autoridad tácita a la que todos nos sometíamos sin pensarlo demasiado.

Sin anunciarlo, asumió el mando y consiguió que nuestro grupo se instalara primero. Ya acomodados, me invitó al bar y pidió dos copas de Madeira seco muy viejo como quien repite un ritual privado. Solo entonces supe que llevaba décadas recorriendo el mundo en busca de islas remotas donde levantar complejos de lujo, y que su última adquisición lo tenía especialmente satisfecho. Entre sorbos lentos, comenzó su relato:

Durante años, en XXX —país cuyo nombre prometí no revelar— aquella elevación en una pequeña isla había sido considerada un accidente geológico irrelevante que, con suerte, merecía una nota al pie. En el vasto universo geológico, lleno de colosos milenarios y sistemas volcánicos monumentales, ese humilde monte no era más que un punto inadvertido.

Lo rodeaba un paraje árido, con vegetación mínima, fauna casi inexistente y un silencio extraño que parecía absorber la energía de quien se acercara. Aquella zona era tan poco prometedora que incluso los exploradores más tercos la recorrían con prisa, deseando marcharse.

Hasta que un geólogo, quizá más persistente que los anteriores, decidió colocar sensores de energía alrededor del montículo. Lo que despertó su curiosidad no fue el tamaño ni la forma, sino los resultados de las mediciones: el relieve mostraba un comportamiento nunca antes visto; reaccionaba de forma distinta según quién se aproximara.

Una vez compartida la particularidad, la comunidad científica comenzó a interesarse por el fenómeno y a comprobar las variaciones. Ante los investigadores de mayor autoridad —figuras respetadas, directores de departamento, decanos de escuelas de geología— el monte se mostraba impecablemente estable. Sin temblor, sin calor, sin fumarolas. Un relieve dócil, casi complaciente.

En cambio, ante los científicos de oficio —observadores minuciosos, no siempre reconocidos— la montaña parecía transformarse. Emitía picos de calor repentinos, exhalaba gases breves y dejaba caer pequeñas rocas con un sentido de oportunidad casi deliberado. Los sismógrafos registraban microseísmos nerviosos, vibraciones que nunca aparecían cuando otros equipos pasaban por allí. Era como si quisiera sacudirlos para que se marcharan.

Aun así, ninguno de los dos grupos fue capaz de relacionar la diferencia de reacciones con los cargos de quienes se acercaban. Y quizá por eso nadie se percató.

La falta de explicación científica hacía que los informes oficiales insistieran en errores instrumentales. ¿Cómo iba un volcán diminuto, sin cráter ni registro eruptivo, a comportarse de forma tan diferenciada? La idea parecía absurda. En la escala geológica universal, aquel relieve seguía siendo un chiste. Nada más.

Entonces comenzaron los debates. El equipo de mayor rango sostenía que aquel monte no representaba peligro alguno. Para ellos, era casi simpático. Cada expedición confirmaba sus certezas: ninguna anomalía, ninguna señal de alerta, ninguna actividad.

Por otro lado, cuando las mediciones de los investigadores con menos prestigio los contradecían —mostrando patrones inestables, resonancias atípicas, temperaturas inconsistentes y fracturas que solo aparecían ante ciertos tipos de observación— su tranquilidad, o su ceguera, los llevaba a descartar cualquier evidencia como errores propios de la inexperiencia.

De ese modo, los únicos que intentaban entender el fenómeno eran los que recibían las respuestas más inquietantes. Y esa diferencia, registrada en silencio por sus sensores, fue la pista que nunca lograron descifrar a tiempo.

El detonante ocurrió una mañana aparentemente normal. Los investigadores habían decidido instalar instrumentos adicionales en el flanco occidental, un sector que nadie había considerado lo bastante interesante. Allí encontraron un dique interno extremadamente delgado, una barrera que separaba dos cámaras presurizadas. Una estructura frágil, casi improbable, que explicaba la irregularidad del relieve.

Mientras analizaban los datos, uno de ellos identificó un patrón: la montaña contenía su actividad según quién la examinara.

Ese reconocimiento —dicho en voz alta, anotado en un cuaderno y registrado por sensores— coincidió con un incremento instantáneo de presión. No hubo sismicidad previa ni señales clásicas. Solo un ascenso abrupto, directo, absoluto.

El sistema, que llevaba años acumulando tensión sin liberarla, no toleró esa cercanía, esa exactitud, esa comprensión.

La erupción fue inmediata.

Una columna oscura ascendió al cielo. El flujo piroclástico descendió a tal velocidad que arrasó en segundos con los campamentos, los instrumentos, las rutas y cualquier forma de vida cercana. El equipo veterano, confiado en su propia lectura, fue alcanzado primero. El joven, demasiado cerca del núcleo, no tuvo oportunidad alguna.

Pero lo más sorprendente sucedió después.

El volcán —si es que alguna vez mereció ese nombre— no dejó rastro de sí mismo. No quedó cono ni cráter ni borde. Ni siquiera una caldera que permitiera estudiar la morfología del colapso. La explosión fue tan profunda que desintegró la estructura entera, como si el relieve hubiera dependido exclusivamente de la presión que lo mantenía unido.

Los mapas debieron corregirse: donde antes existía una elevación menor, casi olvidada, ahora había un vacío.

Y, sin embargo, contra toda lógica geológica, el entorno cambió.

De la absoluta aridez surgieron brotes verdes. El suelo, antes semejante al cemento, se volvió fértil. Los escasos manantiales subterráneos emergieron como pequeños cursos de agua cristalina que fueron ensanchándose hasta convertirse en ríos llenos de peces que atraían pájaros. El aire, antes opresivo, se volvió ligero.

El paisaje se transformó en un paraje inesperadamente paradisíaco y luminoso. Parecía imposible que solo unos meses antes hubiera albergado el escenario monótono y exhausto previo a la erupción.

A pesar de las muertes y del vacío donde antes se erguía la montaña, el lugar renació.
Renació de un modo que nadie puede explicar del todo.

Hoy la zona es un espacio casi inimaginable: fértil, sereno, lleno de vida.
Un lugar donde la devastación inicial dio paso a algo que no debería existir; algo que solo se reveló cuando el volcán se destruyó a sí mismo y transformó todo a su alrededor.
Y estaba allí esperándome, para que yo lo convirtiera en algo aún mejor.
Una joya…

Me quedé esperando una conclusión filosófica o un último mensaje, pero mi interlocutor bebió el último trago de su Madeira número quince, me dio unas ceremoniosas buenas noches y se retiró a sus aposentos temporales.

Al terminar su relato, mi único pensamiento fue: definitivamente, el volcán siempre tuvo claro a quién quería mantener a su alrededor.


Eruption.

“Ground she’s movin’ under me
Tidal waves out on the sea
Sulfur smoke up in the sky
Pretty soon we learn to fly.”
Jimmy Buffett

When I stopped at a kiosk in Madrid to buy a bottle of water, the cover of a glossy, high-end celebrity magazine for those obsessed with tracking the ultra-rich caught my eye. The headline promised more than it could possibly deliver: “Uncovering the Secret Hideaway of the Ultra-Rich.” The article leaned on grandiose lines — “only for those who can buy what money can’t” and “a paradise where even the worst sinners can enter if they have the right key” — the kind of inflated language used when no one actually knows anything. None of the sources had been there; none could confirm the place even existed. Yet they all agreed on one detail: the destination centered on an extinct volcano.

That word pulled me back to a night in Indonesia more than twenty-five years ago, and to the realization that the real mystery wasn’t the location so much as the history behind it.

That day, I had the unexpected good luck that my flight from Jakarta to San Francisco was canceled. The airport had slipped into a sort of suspended confusion — rules dissolving, passengers guessing what still counted as normal. The airline divided us into groups for meals and makeshift accommodations.

In mine — five strangers with no reason to be together — one man stood out the moment he appeared. His age was impossible to pin down. He had the look of an aristocrat built for endurance: a suit tailored to outlast trends; boots worn smooth by miles of travel; and a quiet, gravitational authority the rest of us deferred to without thinking.

He never said he was in charge; he simply stepped into the role and got our group settled first. After we’d dropped our bags, he invited me to the bar and ordered two glasses of very old dry Madeira — not with ceremony, but with the precision of someone repeating a private ritual. Only then did he begin to talk.

He described a life spent chasing the edges of the world — remote islands, forgotten coastlines, the places most people passed over — and turning them into high-end retreats for people unused to hearing the word no. His latest find, he said, was unlike anything he’d seen. Then he told me why.

For years, in XXX — a country whose name I promised not to repeat — a low rise on an almost empty island had been treated as little more than a geological footnote. In a world shaped by massive volcanic systems and ancient mountain chains, it barely warranted a mark on a map. The landscape around it was stripped to the bone: almost no vegetation, almost no wildlife, and a silence so heavy it felt intentional. 

People didn’t stay there long. Even the stubborn ones moved on quickly, eager to leave its dead air behind.ation, almost no wildlife, and a silence so dense it felt manufactured.

Explorers rarely lingered. Even the stubborn ones passed through quickly, eager to escape its dead air.

Everything changed when a lone geologist, persistent in his own way, planted energy sensors around the mound. It wasn’t the scale or the shape that caught him — it was the readings. The formation reacted differently depending on who approached it.

Once he shared that anomaly, more researchers arrived.

For the senior scientists — the decorated names on conference banners — the mound behaved impeccably. No heat, no tremors, no gas. A calm, compliant terrain feature.

But for the field scientists — the ones taking notes in the dirt — the behavior shifted. They recorded sudden bursts of heat, brief gas emissions, and small rocks slipping loose at moments too well-timed to feel accidental. Their instruments caught jittery microquakes that vanished whenever the senior teams appeared.

It was as if the mountain chose its audience.

No one said that aloud. It was easier to blame faulty instruments than consider that the readings weren’t errors but selectivity.

Official reports leaned on “sensor error.” How could a tiny, craterless formation with no eruptive history behave so erratically? On paper, the idea was absurd.

Still, the arguments grew. The senior team insisted the mound was harmless — even predictable. Every uneventful visit reinforced their certainty.

Meanwhile, the field scientists brought back data that contradicted everything: unstable patterns, odd resonances, temperature swings, fractures opening only under specific scrutiny. They were waved off as inexperienced.

Which meant the only people who sensed danger were the ones nobody believed.

The warning lived in their notes; no one recognized it.

The break came on an unremarkable morning. The teams decided to install additional sensors on the western flank — a section previously ignored. There they found something impossible: a paper-thin internal dike, a fragile barrier dividing two pressurized chambers. A geological system perched on the edge of its own integrity.

While studying the data, one researcher finally said it outright: the mountain altered its behavior depending on who was studying it.

Saying it.

Writing it.

Acknowledging it.

That was enough.

The pressure spike hit instantly. No tremors. No buildup. No warning.

A system that had held itself together for years collapsed the moment it was understood.

The eruption tore upward in a column of black ash, and the pyroclastic flow that followed moved with impossible speed.Camps, paths, instruments — every living thing — disappeared in seconds. The senior scientists, certain they were safe, died first. The younger researchers, too close to the core, had no chance at all.

And then came the part that still resists explanation.

The volcano — if it ever truly was one — erased itself. No cone. No crater. No rim. Not even a caldera. Its absence was so complete that maps had to be redrawn; where the rise once stood, there was now nothing.

But what followed was stranger.

From ground dead for centuries, green shoots appeared. Soil that had been hard as concrete softened and grew fertile. Springs surfaced, threading into streams that widened into rivers alive with fish. Birds returned. The air lightened.

The landscape became something new — bright, lush, improbably alive.

Despite the deaths.

Despite the void left behind.

The island remade itself.

Today the area feels almost unreal: fertile, serene, vibrant — a place where devastation gave way to something that shouldn’t exist, something that emerged only after the volcano destroyed itself and rewrote the land around it.

And, he said, it had waited for someone who understood what it could become. A jewel.

I waited for a final thought, something that tied the impossible story together. Instead, he finished the last sip of hisfifteenth Madeira, wished me a solemn good night, and disappeared into the room the airline had given him.

The thought that stayed with me was simple:

the volcano had always been very clear about the kind of people it allowed near it.

Home » Erupción.

Similar Posts

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

This site uses Akismet to reduce spam. Learn how your comment data is processed.