Ella, la que cantaba boleros, nació algún día de 1935 en Cuba, en un pueblo pobrísimo de Camagüey llamado Céspedes. No sabemos cuántos hermanos tuvo, ni si los tuvo o quiénes fueron sus padres. Sabemos que era pobre, que era negra e inmensa, y que por 1948 se fue a La Habana a trabajar de cocinera. Fue entonces cuando Fredesvinda García se convirtió en La Freddy, la estrella del Bar Celeste, la que cantaba sin música.
Fredesvinda o Fredelina, como alguna vez se le escuchó presentarse, llegó a La Habana en plena Cuba de Batista. Del segundo Batista. Cuando la revolución económica en Cuba estabilizaba los intereses económicos de Estados Unidos a través del líder de la mafia Meyer Lansky. La Habana se había convertido entonces, con la venia de Batista, en el patio de juegos de la mafia: del tráfico de drogas, de los casinos, de los carros lujosos, de luchas entre capos, del alcohol sin límites. El paraíso de todos los excesos posibles. Para darse una idea basta ver El Padrino II. Era la Cuba de las vitrinas panorámicas en las tiendas de diseñadores famosos, de las vacaciones del jet set, de visitas frecuentes de Marlon Brando, Ava Gardner, y por supuesto, de Frank Sinatra. Era la Cuba donde abundaba la champaña y la langosta. Un nirvana absoluto para que a una muchacha del campo con pretensiones de cantante y atrapada en una belleza enorme e incomprendida, se le quitara el hipo y se le elevaran los sueños. La Cuba en la que los perfumes franceses Guerlain todavía leían en su etiqueta: Paris, New York, La Habana.
La versión más conocida –y manoseada– de la vida de La Freddy, si bien él mismo aclara que no es una biografía, fue el homenaje que le hiciera Guillermo Cabrera Infante en capítulos incisos de su novela Tres Tristes Tigres, con el nombre de “Ella cantaba boleros”. Por mucho tiempo se pensó que esa Estrella Rodríguez que Cabrera Infante dibujaba, esa cantante negra y colosal de unos ciento cincuenta kilos que describió con tanta belleza, pero también con tanto desdén, era un personaje de ficción: “…Con un vaso en la mano, moviéndose al compás de la música, moviendo las caderas, todo su cuerpo, de una manera bella, no obscena pero sí sexual y bellamente, meneándose a ritmo, canturreando por entre los labios aporreados, sus labios gordos y morados, a ritmo, agitando el vaso a ritmo, rítmicamente, bellamente… el efecto total era de una belleza tan distinta, tan horrible, tan nueva…”. Luego el escritor admitió que los capítulos de “Ella cantaba boleros” fueron un homenaje a La Freddy después de enterarse de su muerte, aunque siempre aclaró que el suyo era un retrato repleto de fábula.
Ella guisaba de día y cantaba de noche. Después de terminar su jornada como cocinera en casa de Arturo Bengoechea, presidente de la Asociación Cubana de Béisbol, la Freddy se bañaba, (según Cabrera Infante, la Estrella era anfibia, no sólo porque parecía una ballena y era totalmente lampiña, si no porque siempre estaba mojada: o estaba bajo la ducha o estaba sudando), se vestía, y en la noche se iba al Bar Celeste, lugar de encuentro de bohemios y artistas que quedaba entre las calles Infanta y Humboldt. Se sentaba a fumar cigarrillos mentolados junto a la rockola y tomaba ron hasta la madrugada. No hablaba mucho, sólo fumaba y sentía. Un día alguien apagó la rockola y le pidió que cantara, seguramente ya la había visto fumar, bambolear al ritmo su cuerpo inflamado y tararear a media voz. Un guitarrista se ofreció como acompañamiento pero ella no quiso, dijo que la música la llevaba ella por dentro y para qué más. Así que cantó a capella con su voz absoluta, y desde esa noche, todas las noches.
. Cantaba como un volcán, pero también era capaz de una ternura infinita que conmovía hasta las lágrimas. Con un registro de contralto, su voz era tan profunda que llegaba a parecer de tenor, incluso de barítono. Freddy tenía que sortear a diario el escrutinio de combinar un físico fuera de todos los parámetros con la sorpresa de la duda de si tenía voz de hombre o de mujer. Poseía, manipulaba, paseaba con su voz que dibujaba un lamento profundo. Parecía que cantara con la vagina. Reinventaba la música con un sentido único en el que a veces su público tardaba en reconocer los boleros de siempre. Cabrera Infante diría: “Hacía tiempo que algo no me conmovía así y comencé a sonreírme en alta voz, porque acababa de reconocer la canción, a reírme, a soltar carcajadas porque era Noche de ronda y pensé, Agustín (Lara) no has inventado nada, no has compuesto nada, esta mujer está inventando tu canción ahora: ven mañana y recógela y cópiala y ponla a tu nombre de nuevo: Noche de ronda está naciendo esta noche”. A media luz, con los ojos cerrados, Freddy cantaba con esa voz grave, tristísima, como salida del centro de la tierra, que partía el corazón en dos. Alargaba las frases, las hacía infinitas. Cantaba y lloraba.
La Habana nocturna se fue pasando la voz. Ya algunos sabían que en la madrugada se apagaba la rockola y el Bar Celeste se convertía entonces en el templo de la Freddy. Cada vez más se llenaba de músicos, de conocedores, que a su vez traían a otros a iniciarse en el arte de este animal extraño, hermoso y descomunal, que cantaba como un saxo barítono. La voz de Freddy, por sí sola, constituía un ritual de apareamiento. Cantaba y cantaba por horas, siempre en penumbras, siempre llorando. Una noche, demasiado tarde, algún vecino se quejó por el ruido del bar y le pidieron que callara. Entonces cruzó la calle y siguió cantando bajo un farol.
. Fue descubierta en toda su humanidad por el empresario Carlos Palma, que le dedicó una buena crítica y, poco tiempo después, ya estaba cantando en el cabaret del hotel Capri, aunque, muy a su pesar, con obligado acompañamiento orquestal. La revista Habanera Show en su número de julio de 1959 titulaba: “Del servicio doméstico surge una bolerista que ha de ser célebre” y seguía: “Nuestro nuevo descubrimiento ha de ser explosivo y sin pecar de aspaventeros, podemos anticipar que estamos presentando en Freddy García a una de las boleristas más notables de Cuba y quizá del mundo”.
Con Freddy no había términos medios, no podía haberlos. Se bañaba hasta cuatro veces al día y se regaba con frascos enteros de agua de colonia de la cabeza a los pies. Obsesionada con los olores, se moteaba tanto talco que luego se convertía en anillos blancos alrededor del cuello corto que sostenía la gran luna oscura que era su cara. Se dice que le gustaban las muñecas y que a pesar de su voz total, era de una ingenuidad desarmante. Le encantaba pasear y recorrer las vitrinas fascinada por las luces de las tiendas y los maniquíes con vestidos de moda.
Luego del Capri y otros cabarets como Las Vegas y el Tropicana, vino su debut televisivo en Jueves de Partagás, un programa de variedades en el que cantó con Benny Moré y Celia Cruz. Sentenciosa como en todo, afirmó que estaba tan feliz que después de esa noche, ya podía morirse.
.Ya Freddy era una estrella, aunque nunca fue famosa. Su voz quedó para siempre en un disco de larga duración el único, grabado en 1960 en la placa de acetato número 552 del sello Discos Puchito, el mismo que ya había grabado a Celia Cruz, Mercedita Valdez, Celeste Mendoza, Bertha Dupuy y Olga Guillot. Fueron doce temas recopilados en el disco: Noche y día, Freddy con la orquesta de Humberto Suárez con arreglos demasiado predecibles, lo que no deja de ser paradójico, sabiendo que a ella le gustaba cantar a capella, sin acompañamientos. Sobre esto, César Miguel Rondón, autor de El libro de la salsa, opina: “El timbre de Freddy no se parecía a nada, era un sonido fuera de serie, un fenómeno, literalmente hablando. Tratar de hacerle un arreglo a aquella voz de trueno, que no era de hombre ni de mujer, era como intentar meter un camión dentro de un pitillo. Esa grabación requería a lo sumo, unas maracas y un bongó. Esa voz reinventó Noche de ronda. No era una voz para el melómano convencional”.
. Hay quienes aseguran que el director de las películas Calle 54, La niña de tus ojos y Belle epoque, el premiado cineasta español Fernando Trueba, contempló la idea de hacer una película sobre Freddy que sería protagonizada por la contralto venezolana Neiffe Peña. No suena descabellado considerando los evidentes gustos musicales del cineasta y su interés por la música cubana. Prueba de esto es que su última película, El milagro de Candeal, fuera protagonizada por el gran pianista cubano Bebo Valdés y que su película Calle 54, un gran éxito tanto de crítica como de reconocimientos internacionales, viera premiada su banda sonora como mejor álbum de jazz latino. Se sabe a raíz de estos comentarios que Neiffe Peña, ahora radicada en México, estuvo en Cuba investigando exhaustivamente sobre la vida de Freddy e incluso logró entrar en contacto con Grisel, única hija de Freddy de quien hasta ahora sólo existían presunciones.
Gracias a la recomendación y perspicacia de Mario Vargas Llosa y de Javier Marías, según el mismo Cabrera Infante escribiera en el prólogo, Ella cantaba boleros fue editada como un libro en sí mismo en 1996. A raíz de su publicación en España se reeditaron, en otro disco, los únicos doce temas que Freddy grabó, no más, sólo doce. Gracias a ese disco, que hoy todavía es una rareza para conocedores, se comienza a reconocer su importancia musical. Valdría la pena el experimento de limpiarlo de los arreglos cocteleros de Humberto Suárez, que hacen que la banda de jazz compita con esa voz que no tenía igual, para dejar a Freddy tan desnuda y despojada como ella era.
Acerca de su interpretación de la canción Freddy, especialmente escrita para ella por Ela O´Farrill la misma Freddy declaró para la Revista Élite en su visita a Venezuela en 1960: “Siempre que la canto en público no paro de llorar. Mi público dice que soy dramática en escena. Yo no entiendo esto. Lloro porque me emociono y porque siento temor. El disco mío tiene una fotografía en la que estoy llorando. Es un mal sin remedio”. La canción, casi una autobiografía, dice: “No era nada ni nadie/ y ahora dicen que soy una estrella/, que me convertí en una de ellas/ para brillar en la eterna noche”.
. Luego de estallar la revolución cubana en 1959, uno de los acontecimientos más controversiales del siglo pasado en América Latina, comenzaron a recoger las rockolas de todos los bares que Freddy frecuentaba: las montaron en camiones con la excusa de un operativo y se las llevaron. Primero una, después otra, después otra. Las dos caras de La Habana de los sesenta comenzaron a enfrentarse de madrugada, cuando a la misma hora en que unos salían del cabaret, otros ya iban en camino a cortar caña de azúcar. El gobierno revolucionario ya había expropiado las empresas norteamericanas radicadas en Cuba y todas las grandes compañías cubanas hacia octubre de 1960. También había confiscado o clausurado todos los medios de difusión para esa fecha. Empezó el racionamiento, y como ya no había posibilidad de adquirir cosméticos importados, las mujeres comenzaron a delinearse los ojos con témpera y las oficinistas a dibujarse una raya negra al dorso de las piernas para simular que llevaban medias de nylon. Los artistas que pudieron se llevaron su música a otra parte y así Cuba se quedó sin la muñequita que canta, Blanca Rosa Gil, sin el bárbaro del ritmo, Benny Moré y sin la reina del guaguancó, Celeste Mendoza, entre una lista interminable de cantantes, compositores y otros músicos que todavía siguen regados alrededor del mundo, cantándole a su país.
Fue entonces cuando Freddy se fue de gira a México, Colombia y Venezuela con la compañía de variedades de Roderico Neyra, un mulato enfermo de lepra que llevaba guantes blancos para disimular su deformidad. Rodney, como le decían, era de una homosexualidad afectada y cáustica y se hizo tremendamente famoso por su tino como descubridor de estrellas, pero, aun más, como coreógrafo del Tropicana. Muchas estrellas de la música cubana de esa época, incluyendo a Celia Cruz, no dudaban en agradecerle parte de su éxito.
Del paso de Freddy por Venezuela quedan pocos recuerdos. Se presentó en el Pasapoga, cabaret de moda en los años cincuenta y sesenta, ubicado en la avenida Urdaneta. Cantó en Venevisión y se sabe que todavía en el diario Últimas Noticias existe un extraordinario archivo fotográfico prácticamente inédito. En una de esas fotos, aparece una Freddy grandiosa y feliz con un lazo en la cabeza, abrazando a una muñeca. Algunas de las publicaciones de la época reseñan el fenómeno de su visita, como lo demuestra la Revista Élite: “Desde hace unas semanas Freddy estremece a los venezolanos con su estilo limpio, original, purísimo. En las pantallas de los televisores –donde cabe a duras penas– Freddy suele asomarse para cantar una `noche de ronda’ como los ángeles… Por la noche, la pista del night club donde trabaja se llena con su cuerpo y el night club todo se llena de su voz redonda y sonora que no se parece a ninguna. Freddy es aplaudida una vez. Y otra. Y otra más. Entonces, nadie ve el tronco de mujerota: todos ven su voz, su pureza, la ternura de sus expresiones…”
Luego de Venezuela, su gira continuó por Colombia, México y Puerto Rico, donde el último día de julio de 1961, en una fiesta en casa del músico cubano en el exilio Bobby Collazo, compositor de éxitos como Tenía que ser así y La última noche que pasé contigo, bebiendo, riendo, cantando entre amigos y conociendo la fama a los veintiséis años, Freddy sufrió un infarto, el segundo. Y allí murió.
Y desde entonces, muchas conjeturas se han tejido en torno a la Freddy: por su volumen, por su timbre profundo y su vida áspera, casi hasta el final. Muchas presunciones sobre si realmente hubiera llegado a ser famosa de no haberse ido tan temprano.
Todavía hay quien se pregunta de qué tamaño fue o pudo haber sido. Pues del único tamaño que realmente importa: del tamaño de su voz.
Publicado por la revista Marcapasos.