2014 no ha sido mi mejor año. Más bien ha hecho todos los esfuerzos para convertirse en el año que más preferiría olvidar.
Si hace exactamente un año me hubieran dicho que en menos de 365 días ya no tendría ni papá ni mamá, seguramente me habría reído del “profeta”, negándome a imaginarme a mí misma como “huérfana”.Si me hubieran contado que me enteraría de que mi mamá se murió mientras veía “The Lego Movie” en un avión, no hubiera seguido oyendo.
Dicen que perder a los padres es ley de vida: como llegaron primero, deben irse antes. Por lo que me creía “preparada”. Mentira, uno nunca está realmente listo para decirle adiós a algo que es parte de ti. Para ver a quienes te enseñaron a montar bicicleta apagarse lentamente. Para despedirse de quienes no dormían esperándote de una fiesta, metidos en una caja de madera.
Parte de mí se avergüenza de haber sido egoísta y no querer que se murieran aunque estuvieran sufriendo mucho. Esa misma parte que nunca quiso dejar de ser “hija”. Otra parte, un poco más racional, celebra que por fin hayan dejado atrás las enfermedades y los dolores. Pero cómo cuesta.
Espero que esa misma Ley de vida que dicta que perderemos a nuestros padres tenga entre sus reglamentos mecanismos para que duela menos. Para que no se te agüen los ojos cuando te pones el manos libres y te das cuenta de que ya no tienes a quién llamar. Para que no se te haga un nudo en la garganta cuando lees sobre historia de España, o cambian a un personaje de “Law and Order”, y no tienes con quien comentarlo.
Porque, a pesar de lo que diga esa ley, estoy segura de que nadie quiere dejar de ser hijo. Nunca.